El día es frío, y me acurruco bajo las capas de ropa que llevo, andando por mi casa sin acabar de hacer nada. Hay huelga, y estoy en casa trabajando. Haciendo aquello que no puedo hacer habitualmente; de clase al bar, del bar a casa, de casa a clase. Jueves libro. Este jueves, huelga.
En las noticias, en los programas de la tele, en internet, está por todas partes: muchos estudiantes han salido a la calle. Algunos han tenido problemas con la policía. Y muchos, muchos han irrumpido en el edificio histórico de la Universidad de Barcelona, hambrientos y sedientos del poder perdido y burlado, con el ímpetu juvenil y la fuerza de la improvisación. Se hace resueno, los gritos regurgitan por los senderos de la información. "Hay movida": va enserio. Los ojos públicos ven atónitos lo que no es "otra manifestación". Los ojos públicos ven que es algo más. Cerca de cuatro mil personas, de sangre caliente y empujadas por la rabia y la inercia, toman el vestíbulo, suben la señorial escalinata, una escalera de piedra y marmol, al cabo de la cual pancartas y carteles vierten el olor de la protesta en el aire, en las paredes, en los ojos de las personas que suben esa escalera. La marea llega al rellano superior de la escalera, y, teniendo que optar entre seguir subiendo a derecha o izquiera, se suve por la siniestra. Buscan la puerta del rectorado. Los flashes de la premsa alteran la adrenalina y mitifican los ritos de la era de la imagen: las cámaras hacen su trabajo y recogen un mínima parte de lo que hay allí. Miles de cabezas, enfocadas efímeramente por la descarga, y la sensación de profundidad.
La violencia emponzoña la mente de mucha gente. Y dan con la puerta. La golpean. Se grita, y todas las voces son una, y las antiquísimas paredes devuelven los gritos aumentados, y el aire se vicia, y el lugar es una bacanal de sentimientos entrecruzados, tejidos de unión, de energía canalizada harmonicamente en una vigorosa sintonía que mueve los cimientos y las paredes petreas. Las estatuas se iluminan con el resplandor de miles de gargantas retumbando al unísono, y entre cada uno de los cánticos y frases de revolución, el silencio es tal que duele en los oídos. La coordinación extiende su mano sobre las cabezas nubladas... no, no sobre las cabezas: sobre los corazones. Todos los sentimientos son el mismo y todas las voces, distintas, cantan el mismo réquiem a los mismos muertos.
Un microfono, y unos altavoces. Ojos azules, castaños, verdes, y la voz forzada y palpitante, nerviosa casi, como sabedora de lo que está a punto de decir, incluso dejándose llevar por esa embriaguez, pronuncia, entre otras muchas de apoyo e inflamación, las palabras mágicas del momento. Todos gritan.
> "Proposem la ocupació indefinida del rectorat de la universitat de barcelona"
El espacio es nuestro.
En las noticias, en los programas de la tele, en internet, está por todas partes: muchos estudiantes han salido a la calle. Algunos han tenido problemas con la policía. Y muchos, muchos han irrumpido en el edificio histórico de la Universidad de Barcelona, hambrientos y sedientos del poder perdido y burlado, con el ímpetu juvenil y la fuerza de la improvisación. Se hace resueno, los gritos regurgitan por los senderos de la información. "Hay movida": va enserio. Los ojos públicos ven atónitos lo que no es "otra manifestación". Los ojos públicos ven que es algo más. Cerca de cuatro mil personas, de sangre caliente y empujadas por la rabia y la inercia, toman el vestíbulo, suben la señorial escalinata, una escalera de piedra y marmol, al cabo de la cual pancartas y carteles vierten el olor de la protesta en el aire, en las paredes, en los ojos de las personas que suben esa escalera. La marea llega al rellano superior de la escalera, y, teniendo que optar entre seguir subiendo a derecha o izquiera, se suve por la siniestra. Buscan la puerta del rectorado. Los flashes de la premsa alteran la adrenalina y mitifican los ritos de la era de la imagen: las cámaras hacen su trabajo y recogen un mínima parte de lo que hay allí. Miles de cabezas, enfocadas efímeramente por la descarga, y la sensación de profundidad.
La violencia emponzoña la mente de mucha gente. Y dan con la puerta. La golpean. Se grita, y todas las voces son una, y las antiquísimas paredes devuelven los gritos aumentados, y el aire se vicia, y el lugar es una bacanal de sentimientos entrecruzados, tejidos de unión, de energía canalizada harmonicamente en una vigorosa sintonía que mueve los cimientos y las paredes petreas. Las estatuas se iluminan con el resplandor de miles de gargantas retumbando al unísono, y entre cada uno de los cánticos y frases de revolución, el silencio es tal que duele en los oídos. La coordinación extiende su mano sobre las cabezas nubladas... no, no sobre las cabezas: sobre los corazones. Todos los sentimientos son el mismo y todas las voces, distintas, cantan el mismo réquiem a los mismos muertos.
Un microfono, y unos altavoces. Ojos azules, castaños, verdes, y la voz forzada y palpitante, nerviosa casi, como sabedora de lo que está a punto de decir, incluso dejándose llevar por esa embriaguez, pronuncia, entre otras muchas de apoyo e inflamación, las palabras mágicas del momento. Todos gritan.
> "Proposem la ocupació indefinida del rectorat de la universitat de barcelona"
El espacio es nuestro.
